Aprendí a jugar fútbol con una pelota de Mickey Mouse, de esas chafas que no tienen gajos ni cámaras, pero eso no me importó, pues todo tipo de balones pasaron por mis pies desde que entré a la primaria. Era una escuela para varones perteneciente a la congregación de los Hermanos Maristas. Ahí fue donde aprendí a jugar con botellas de frutsi, latas de refresco, manzanas y naranjas, suéteres hechos bola y, por qué no, hasta con la lonchera o mochila de algún incauto. Pero nunca viví el juego como en ese verano de 1990, el año en el que salí de la primaria, mis padres me mandaron a un campamento de verano que se organizaba en mi escuela todos los años. Consistía en recluirnos un mes en la casa Marista de Tepoztlán, muchos no lo sabíamos pero en realidad era una pantomima para captar posibles seminaristas debido a la escasez de candidatos en la Congregación. Más que ser un campamento era un lugar de retiro, donde después de 6 horas diarias de catequesis y alguna actividad de convivencia (siempre inaugurada con una oración), nos instruían a hacer labores domésticas, limpiar, ordenar y cocinar; algo que nuestras madres agradecían a nuestro regreso pues al menos conservábamos las disciplina de tender nuestras camas a diario. Ninguno de mis amigos de la escuela participó en el viaje de ese año, lo que me obligó a hacer nuevos compañeros y tratar a algunos que nunca hubiera siquiera saludado en la escuela, pero con la igualdad de condiciones en semejante claustro, encontramos intereses comunes. Por este motivo hice amistad con mis siete compañeros de la habitación número 4, de los cuales, el más cercano fue Pacheco, un chavo larguirucho originario de Querétaro.
Nuestro director de escuela, el hermano David, visitaba cuarto por cuarto revisando que se apagaran las luces y todos se durmieran a las ocho de la noche; pero cuando finalmente se marchaba a su habitación, empezaba la fiesta: todos los días se podían oír risas en las distintas habitaciones, los juegos eran variados, lo más común era probar tabaco y alcohol por primera vez, aunque otros más osados organizaban competencias de ingerir cucharadas de nescafé hasta el alucine. Muchos tenían curiosidades sobre el sexo que resolvían contando y escuchando chistes calientes o hasta organizando juegos para medir el tamaño y potencia de sus miembros viriles. Pero los del número 4 no nos contentábamos con ninguna de estas travesuras infantiles, el encierro no era lo nuestro y si algo habíamos descubierto desde el primer día, era nuestra común afición por el juego del hombre: el FUTBOL. Pacheco que se había vuelto nuestro líder rápidamente nos convenció a todos de salir a jugar en la noche al terreno baldío de al lado. Lo primero fue conseguir una pelota, pues estaba prohibido tener cualquier tipo de juguete en los cuartos; pensamos en sacar uno del cuarto de juegos pero éste se encontraba cerrado con candado.
La suerte fue providencial, Pacheco encontró un balón extraviado en las afueras de la casa, en una de sus tantas escapadas furtivas durante el día, o al menos eso fue lo que nos dijo.
Ya sin impedimentos, planeamos nuestra primera salida nocturna y decidimos esperar a que pasara la media noche, iríamos de uno en uno simulando ir al baño, con la ropa deportiva puesta bajo la pijama, para después brincar la barda del patio trasero. Todo salió bien y así dio inicio una semana de partidos bajo la luz de las estrellas y a la sombra del Tepozteco. Siempre jugábamos hasta el amanecer, los bostezos durante las clases de catecismo nunca delataron nuestros escapes futbolísticos y los compañeros de la habitación 4 hicimos un pacto de mantener el secreto, incluso hasta con nuestros amigos de los otros cuartos.
Pero una noche sucedió que mientras nos encontrábamos en pleno juego, tres niños nativos llegaron de improviso. Me sentí intimidado pues nunca había tenido contacto tan directo con niños de provincia, parecían ser de nuestra edad, aunque mucho mas bajos de estatura además de que el color de nuestra piel era distinto. Pero había uno bastante alto que venía a la cabeza, un chico moreno de ojos amarillos, que a pesar de ser un niño tenia musculatura marcada, tal vez por trabajar en el campo, pude ver cierto resentimiento o tal vez una especie de desprecio ancestral en su mirada. Entonces habló y nos dijo –¡Esa es nuestra pelota! –con un acento bastante chistoso, sin dar espacio entre cada palabra.
Pacheco siendo el más alto de nosotros se puso enseguida al frente y replicó: -Si eso es verdad, demuéstralo.
-¿Para qué? si es mi pelota, el otro día mi hermanito la perdió aquí, dámela ya.
-Esa no es una prueba suficientemente buena -dijo Pacheco- pero ¿qué te parece si lo dejamos a un juego de fútbol?.
-Los chilangos no saben jugar, pero nosotros solo somos tres, si mañana vienen los barreremos aquí. Yo soy Bachá y mañana me vas a dar mi pelota.
-Pues a mí me dicen Pacheco y eso veremos.
Establecido el reto, nos fuimos a descansar. La emoción por el enfrentamiento de la siguiente noche nos mantuvo despiertos y más de uno se quedó dormido en la clase da catecismo, pero llegó la hora y parecía que la luna misma quería vernos pues esa noche brilló con todo su esplendor. Jugamos durante horas contra ocho niños nativos que no lo hacían nada mal. Bachá y Pacheco se enfrentaron no solo como capitanes de equipo también como estrellas en la cancha, cada uno haciendo 2 anotaciones; pero el sol ya clareaba en el horizonte y aun no se decidía un ganador pues el marcador iba empatado a 4. Bachá pudo esquivar la fuerte marca de Pacheco, burlando la defensa se dirigió a nuestra portería y disparó, un potente tiro que pasó rozando el poste para irse a incrustar en una varilla, eso dio por concluido el partido y parecía que también nuestras noches de juego.
Ante los reclamos de todo mundo, Bachá pidió disculpa, pero Pacheco le dio la mano y lo felicitó por el gran encuentro, a lo que el moreno respondió con una sonrisa y dijo:
–Lástima que ya no tengamos pelota para seguir jugando con ustedes todos los días.
Algo especial había pasado esa noche, ya no veíamos a los Tepoztecas como unos pueblerinos y ellos ya no nos decían chilangos. Bachá nos dijo que probablemente esa noche lloviera y su papá decía que después de la lluvia, se podían ver Nahuales, una especie de espíritus entre hombre y animal. Los capitalinos nos maravillamos con la historia pero Pacheco observando al sol, meditó sobre el comentario de Bachá, una idea paso por su mente y pregunto intrigado -¿Dices que va a llover hoy?
-Si, así lo pintan las nubes.
-Entonces si lo que dices es cierto, prometo traer un nuevo balón hoy en la noche, un balón especial pero no para jugar en este terreno, los esperamos en las afueras del pueblo, por donde se sube al cerro, ¿vale?
Bachá respondió dándole la mano y nosotros corrimos a nuestro cuarto antes de que alguien se diera cuenta de nuestra ausencia. Todo el día estuve intrigado sobre cuales eran las intenciones de Pacheco, solo alcancé a ver que iba y venia trayendo distintos objetos, trozos de madera, trapos viejos, brea de la carpintería, y varios de nosotros tuvimos que cubrir sus labores mientras él en el cuarto se encontraba ocupado terminando lo que el llamaba era la mejor idea que había tenido en su vida.
La lluvia llegó a eso de las diez de la noche como Bachá nos había afirmado; duró solo una hora, pero dejo una espesa neblina. Salimos de la casa y nos encaminamos al punto de encuentro. Pacheco nos seguía cargando una cubeta, que para todos, excepto él, era un misterio.
Los niños del pueblo nos esperaban donde acordamos, fue algo especial: nos saludamos como si nos conociéramos de toda la vida. Caminamos a campo abierto hasta que encontramos la cancha ideal: un pastizal rodeado por maizales. Finalmente Pacheco nos reveló su genial idea, una bola fabricada con trapos viejos y centro de madera, me sentí desilusionado, hasta que percibí el olor a brea, mientras mi amigo tomando un encendedor, iluminó los rostros de todos, dándonos un balón de fuego. Así dio comienzo el juego, ya no se distinguió el origen, chilangos y tepoztecas nos mezclamos pues Bachá y Pacheco hicieron los equipos escogiendo jugadores de ambos bandos. Yo fui la primera elección de Bachá lo que me hizo sentir importante.
El balón era lo único que no se perdía en la niebla, Pacheco lo había fabricado muy bien, pues no se deshacía ante ningún embiste además de que el pasto mojado no podía apagarlo. Era pesado para que no tuviera mucho vuelo, de forma que no fuera a lastimar a nadie, aun así, rodaba con gran velocidad de un lado a otro. De pronto yo traía el balón a mis pies y buscando dar servicio a Bachá, pude ver que me miraba con ojos de serpiente, pensé que era una ilusión, pero de pronto fui atajado por Pacheco que me pareció tener la forma de un águila. Yo mismo sentí transformarme en alguna clase de felino; ya no éramos aquellos niños, éramos semidioses antiguos celebrando la creación de un nuevo sol. Todos revelaron sus verdaderos espíritus. Pacheco se movía ligero de un lado a otro, transportando el balón con sus garras, pero Bachá habilidoso pudo ponérsele enfrente y de pronto en un abrazo mortal ambos sujetaron la bola, fue tan solo un instante pero a todos nos pareció una eternidad, estaban tan cerca el uno del otro que parecían ser uno solo, una especie de serpiente emplumada, de pronto el águila se separo de la serpiente y tomo el esférico con fuerza, lo transportó a terreno enemigo, burlando a todos, se acerco a la meta y disparó fuerte. Nada hubiera podido detener aquella primera anotación si no fuera porque Bachá, viniendo desde atrás, brincó y con un remate de cabeza, que dejó humeando su cabello, desvió el tiro; cayendo la bola de fuego dentro del maizal, que a pesar de estar mojado ardió enseguida. Ahí se acabo la magia, todos despertamos de nuestro sueño y también Don Gregorio, el campesino propietario de aquel plantío.
El Hermano David llegó cuando el fuego ya se estaba apagando, ninguno de nosotros quiso ni pudo explicar lo que ahí había pasado, se quedaron para siempre con la idea de que estábamos haciendo una fogata. De castigo nos mandaron todos los días que restaban del campamento a trabajar en el maizal que habíamos deshecho.
Un día mientras limpiábamos el terreno, Pacheco nos llamó a mi y a Bachá, nos mostró una roca que tenia inscripciones raras, --Seguro es prehispánica –dijo emocionado por el hallazgo. En eso llegó Don Gregorio, que amable nos explicó, que esa piedra, era lo único que quedaba de una antiguo cancha de juego de pelota, donde se ofrecían el maíz y el fuego. Miré a Pacheco tratando de adivinar su pensamiento pero él se acercó a Bacha y juntos contemplaron el campo, fue cuando me aproximé a ellos que pude ver nuestra historia escrita en el suelo.
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6 comentarios:
Esta historia sí me gustó mucho :)
saludos
Muy buena historia Mame... de no ser porque te conozco desde hace mucho, hubiera pensado que era verdadera.
Me agrada, sobretodo como mezclas la actualidad con lo prehispánico.
Espero la continuación del Venado y el Colibrí
Un abrazo
Alcaffar
Si, muy buen cuento; sobre todo la parte de las transformaciones. Cuando era más niño yo queria escribir ese tipo de cosas ¿quien sabe que me paso?
Perdona por no acompañarte mas tiempo con el porblema del auto, pero tenia que estudiar yaun ahora hago un "break" por que sigo estudiando.
wow!
tu cuento está lindisimo...
y justo yo ando en busca de un buen escritor para hacer un cuento para niños
:)
saludos
Envolvente y Alucinante... no quieres que termine la historia... parecen las aventuras infantiles de castaneda y la película cuenta conmigo (aunque prefiero a castaneda).
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