En la universidad tuve un
amigo al que apodábamos el Pitch. Se llamaba Rafael, pero saludaba a todos con
su característica frase: "¡Qué onda, pitch!" Años después de su
muerte, dos películas me ayudarían a entender lo que en ese momento me pareció incomprensible.
Rafa venía todos los días a
la UNAM desde Santa Catarina, un poblado rural enclavado en la sierra entre
Tláhuac y Puebla.
El Pitch se suicidó sin que
sus amigos entendiéramos la razón, en el 2002. Sus colegas de Ingeniería fuimos
a su funeral, en casa de sus padres. Una casa enorme incrustada en una montaña,
con carros viejos y oxidados, y el sepelio montado en una cochera, con el
cuerpo en el ataúd a la vista de todos.
Los hombres de la familia y
del pueblo, sentados, se emborrachaban junto al papá del Pitch. Las tías,
hermanas y demás mujeres del pueblo lloraban abrazadas, desconsoladas. El Pitch
era el único hijo varón entre varias hermanas. Cuando pregunté por la mamá, me
dijeron que estaba en la cocina.
Caminé unos cuarenta metros
hasta encontrarla picando cebolla, rábanos, col y lechuga para una olla de
cuarenta litros de pozole que hervía sin descanso. Le di el pésame y, sin
interrumpir su trabajo, me dio las gracias. Le ofrecí ayudarle con la preparación
(yo preparaba pozole desde niño con mi tío Ruy). Ella no lo permitió.
Horas después se hizo la
procesión acostumbrada en Santa Catarina, de pasear el féretro con el difunto
por las calles principales del pueblo. La mayoría de los hombres estaban tan
borrachos que no pudieron cargarlo. Por eso los excompañeros de Ingeniería de
Rafa cargamos el ataúd y desfilamos seguidos por todos los hombres, acompañados
por música de trompetas y tambores. Las mujeres iban hasta atrás, con la mamá
del difunto. El festejo concluyó con una ración de pozole recién preparada.
Durante meses me pregunté
por qué todo fue así, hasta que vi Japón, de Carlos Reygadas, y una escena me
lo explicó sin palabras.
En Japón, un hombre que
quiere morir se retira al campo para encontrar el lugar ideal para acabar con
su vida. Sin embargo, al final, la que muere no es él, sino Ascen, la mujer
mayor que lo acoge en su casa. Como si el deseo de morir del forastero hubiera
sido interceptado por la vida misma, redireccionado hacia quien, aparentemente,
aún tenía razones para vivir. Pero en la lógica del campo y de la muerte como
forma de resistencia, Ascen no muere sin antes dejar una lección.
Hay una escena clave en
Japón: el protagonista citadino, nervioso y descolocado, trata de evitar que el
sobrino de Ascen y otros familiares se lleven las piedras de la casa. Pero
Ascen no sólo no protesta, sino que los alimenta con lo poco que tiene, los
emborracha con pulque y, en un gesto casi maternal, les hace ver que están
olvidando una piedra. Acompaña el camión rentado por su sobrino (que repite
varias veces: "ya pagué el camión") como si fuera parte de un ritual
inevitable. Esa escena se transforma en una procesión rural donde el despojo se
mezcla con el afecto y el adiós.
El camión, como el féretro
del Pitch, avanza por los caminos del pueblo, hasta que en un brutal accidente
con un caballo, se voltea, causando la muerte de Ascen entre otros. Ascen
asiste así a su propia muerte como si ya lo supiera, como si, igual que Plutarco,
el protagonista de El violín, entendiera que las piedras de su casa eran las
últimas notas antes de que se acabara la música.
Reygadas y Francisco
Vargas, directores de Japón y El violín respectivamente, comparten una
sensibilidad cinematográfica muy particular: ambos practican un cine
contemplativo del mundo rural, uno en el que los directores se limitan a ser
testigos de una realidad intransformable. No hay denuncia directa ni
soluciones, sólo una mirada honda que observa lo que sucede en silencio.
El violín, de Francisco
Vargas, comparte con Japón esta visión del campo como un escenario donde la
muerte no es una tragedia repentina sino una culminación digna. Plutarco, el
anciano violinista, no quiere morir, pero vive en un medio donde la muerte es
constante. Y cuando llega, lo hace con dignidad: el viejo, con el violín oculto
en su mochila, acepta el final como quien entrega su última nota. "Se
acabó la música", dice, y esa frase se convierte en una síntesis de su
vida.
Ambas películas eligen como
protagonistas a adultos mayores que, a pesar de estar en un situacion extrema,
conservan un papel activo y profundamente humano. Ascen, a la que no le queda
nada, mantiene su papel de madre y mujer que lo entrega todo, incluso su casa,
por su familia. Pero también, se permite encontrar, con el citadino, un poco de
ternura y erotismo antes de morir. Y Plutarco, el violinista manco, extrae
humanidad del capitán que somete a su pueblo por medio de la música. Su violín
se convierte en un arma silenciosa que enseña a resistir. Él es además formador
de la dignidad futura: su nieto es el único sobreviviente de la tragedia,
testigo de lo que se ha perdido, y símbolo de lo que quizá pueda renacer.
Porque aunque para Ascen y Plutarco se haya acabado la música, la historia se
repite, y todavía hay esperanza.
En Japón, el protagonista
buscaba morir, pero al final es salvado por la experiencia de la muerte ajena.
En El violín, el protagonista se resiste a morir, pero es vencido en su afán de
dignidad y legado. Ambas películas tratan la muerte no como un final dramático
sino como una afirmación de lo que se fue: una casa, una canción, una olla de
pozole.
Después del sepelio del
Pitch, pensé que la mamá estaba en shock. Pero tal vez ella, como Ascen, como
Plutarco, ya sabía que eso también era parte del guion. Que la vida sigue, que
los muertos no se despiden con silencio, sino con un pozole humeante, y siempre
con música aunque sea desafinada. Como la del nieto de Plutarco que al final
queda huérfano y toca la guitarra para ganarse la vida. Porque mientras haya
quien cocine, cargue el féretro o toque el violín, la historia —y su música—
continúa. Aunque se acabe la música, aún queda quien recuerde la melodía.