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domingo, mayo 25, 2025

El Pitch: sobre Japón y el Violín.

 


En la universidad tuve un amigo al que apodábamos el Pitch. Se llamaba Rafael, pero saludaba a todos con su característica frase: "¡Qué onda, pitch!" Años después de su muerte, dos películas me ayudarían a entender lo que en ese momento me pareció incomprensible.

Rafa venía todos los días a la UNAM desde Santa Catarina, un poblado rural enclavado en la sierra entre Tláhuac y Puebla.

El Pitch se suicidó sin que sus amigos entendiéramos la razón, en el 2002. Sus colegas de Ingeniería fuimos a su funeral, en casa de sus padres. Una casa enorme incrustada en una montaña, con carros viejos y oxidados, y el sepelio montado en una cochera, con el cuerpo en el ataúd a la vista de todos.

Los hombres de la familia y del pueblo, sentados, se emborrachaban junto al papá del Pitch. Las tías, hermanas y demás mujeres del pueblo lloraban abrazadas, desconsoladas. El Pitch era el único hijo varón entre varias hermanas. Cuando pregunté por la mamá, me dijeron que estaba en la cocina.

Caminé unos cuarenta metros hasta encontrarla picando cebolla, rábanos, col y lechuga para una olla de cuarenta litros de pozole que hervía sin descanso. Le di el pésame y, sin interrumpir su trabajo, me dio las gracias. Le ofrecí ayudarle con la preparación (yo preparaba pozole desde niño con mi tío Ruy). Ella no lo permitió.

Horas después se hizo la procesión acostumbrada en Santa Catarina, de pasear el féretro con el difunto por las calles principales del pueblo. La mayoría de los hombres estaban tan borrachos que no pudieron cargarlo. Por eso los excompañeros de Ingeniería de Rafa cargamos el ataúd y desfilamos seguidos por todos los hombres, acompañados por música de trompetas y tambores. Las mujeres iban hasta atrás, con la mamá del difunto. El festejo concluyó con una ración de pozole recién preparada.

Durante meses me pregunté por qué todo fue así, hasta que vi Japón, de Carlos Reygadas, y una escena me lo explicó sin palabras.

En Japón, un hombre que quiere morir se retira al campo para encontrar el lugar ideal para acabar con su vida. Sin embargo, al final, la que muere no es él, sino Ascen, la mujer mayor que lo acoge en su casa. Como si el deseo de morir del forastero hubiera sido interceptado por la vida misma, redireccionado hacia quien, aparentemente, aún tenía razones para vivir. Pero en la lógica del campo y de la muerte como forma de resistencia, Ascen no muere sin antes dejar una lección.

Hay una escena clave en Japón: el protagonista citadino, nervioso y descolocado, trata de evitar que el sobrino de Ascen y otros familiares se lleven las piedras de la casa. Pero Ascen no sólo no protesta, sino que los alimenta con lo poco que tiene, los emborracha con pulque y, en un gesto casi maternal, les hace ver que están olvidando una piedra. Acompaña el camión rentado por su sobrino (que repite varias veces: "ya pagué el camión") como si fuera parte de un ritual inevitable. Esa escena se transforma en una procesión rural donde el despojo se mezcla con el afecto y el adiós.

El camión, como el féretro del Pitch, avanza por los caminos del pueblo, hasta que en un brutal accidente con un caballo, se voltea, causando la muerte de Ascen entre otros. Ascen asiste así a su propia muerte como si ya lo supiera, como si, igual que Plutarco, el protagonista de El violín, entendiera que las piedras de su casa eran las últimas notas antes de que se acabara la música.

Reygadas y Francisco Vargas, directores de Japón y El violín respectivamente, comparten una sensibilidad cinematográfica muy particular: ambos practican un cine contemplativo del mundo rural, uno en el que los directores se limitan a ser testigos de una realidad intransformable. No hay denuncia directa ni soluciones, sólo una mirada honda que observa lo que sucede en silencio.

El violín, de Francisco Vargas, comparte con Japón esta visión del campo como un escenario donde la muerte no es una tragedia repentina sino una culminación digna. Plutarco, el anciano violinista, no quiere morir, pero vive en un medio donde la muerte es constante. Y cuando llega, lo hace con dignidad: el viejo, con el violín oculto en su mochila, acepta el final como quien entrega su última nota. "Se acabó la música", dice, y esa frase se convierte en una síntesis de su vida.

Ambas películas eligen como protagonistas a adultos mayores que, a pesar de estar en un situacion extrema, conservan un papel activo y profundamente humano. Ascen, a la que no le queda nada, mantiene su papel de madre y mujer que lo entrega todo, incluso su casa, por su familia. Pero también, se permite encontrar, con el citadino, un poco de ternura y erotismo antes de morir. Y Plutarco, el violinista manco, extrae humanidad del capitán que somete a su pueblo por medio de la música. Su violín se convierte en un arma silenciosa que enseña a resistir. Él es además formador de la dignidad futura: su nieto es el único sobreviviente de la tragedia, testigo de lo que se ha perdido, y símbolo de lo que quizá pueda renacer. Porque aunque para Ascen y Plutarco se haya acabado la música, la historia se repite, y todavía hay esperanza.

En Japón, el protagonista buscaba morir, pero al final es salvado por la experiencia de la muerte ajena. En El violín, el protagonista se resiste a morir, pero es vencido en su afán de dignidad y legado. Ambas películas tratan la muerte no como un final dramático sino como una afirmación de lo que se fue: una casa, una canción, una olla de pozole.

Después del sepelio del Pitch, pensé que la mamá estaba en shock. Pero tal vez ella, como Ascen, como Plutarco, ya sabía que eso también era parte del guion. Que la vida sigue, que los muertos no se despiden con silencio, sino con un pozole humeante, y siempre con música aunque sea desafinada. Como la del nieto de Plutarco que al final queda huérfano y toca la guitarra para ganarse la vida. Porque mientras haya quien cocine, cargue el féretro o toque el violín, la historia —y su música— continúa. Aunque se acabe la música, aún queda quien recuerde la melodía.